Del desarraigo (78 de 365)

Cuán difícil resulta a veces darse cuenta de que algo termina, porque muchas veces, si no siempre, el final, el inicio y las continuidades se superponen como fichas desordenadas de un castillo de Lego multicolor armado sin instrucciones. O como las montañas que se transforman, aparecen y desaparecen cuando viajamos por carretera; los sucesos de suceden sucedáneamente y sin avisar.

Con poca conciencia llega el último día, la última ocasión en que podrás sentarte en esas sillas, saludar a esos profesores, jugar al estudiante en su burbuja de competencia o tomarte el café de máquina por allá debajo de esa escalera que instalaron cuando empezaste y que ahora casi nadie usa. Y sin saberlo subes por última vez la escalera eléctrica que solo encendían cuando venían los pares académicos, o recorres el pasillo que por entre tejas te permitía cortar camino y evitar las lluvias o pasas la calle donde te espera el mini supermercado, las secretarias, el cubo que no es cubo y los paraderos que a veces usaste.

¿Cuándo pasó todo ese tiempo? Te preguntas mientras retocas tu apariencia por última vez en alguno de esos baños o mientras haces la fila donde tu amigo, ese que pone celoso a todos, te invitó alguna vez a tomar café. Panta Rhei, dicen los sabios y entre melancólicos pensamientos te preguntas por el momento en que dejaste de pertenecer allí, para pertenecer a ningún lado y a todos a la vez.

El desarraigo y su tristeza son al mismo tiempo la manifestación de un triunfo y de una derrota. De ganar madurez y perder una identidad; de transformarse en un nuevo ser y de decirle hasta nunca al que sigue sentado leyendo don Quijote.

La foto inmortaliza el evento, las palabras y el pensamiento catalizan su importancia y en la noche una muchacha se despide del laberinto.