Relato de una llamada telefónica (98 de 365 + 1)

El sujeto huele a cerveza. Tiene una lata de Águila en la mano de la que toma sorbos cada vez que el bus se detiene en una estación. Evidentemente, está prohibido ingerir bebidas alcohólicas en Transmilenio, pero también lo está pedir limosna, llevar a cabo transacciones comerciales o crear situaciones que afecten la paz y tranquilidad de los pasajeros de los buses (como hacer ruido con un parlante u ofender a la gente sugiriendo que no son bien educados por no responder al saludo de un desconocido), de lo que se deduce que el sujeto debe seguir tomando tranquilo.

Está sentado en una silla roja (eso aunque sea) que combina a la perfección con la gorra que cubre su cabeza. Viste una monocromática sudadera negra, un par de zapatos deportivos blancos y sostiene entre las rodillas una bolsa, también negra, con forma de raqueta. Dos cables blancos le salen de las orejas y se conectan con un teléfono celular que carga en la mano izquierda, la que no tiene la cerveza, y en el que escribe mensajes constantemente a través de WhatsApp. El contenido de los mensajes me elude pero no el nombre de la canción que está reproduciendo en YouTube: Pucho Loco de Damas gratis.

Tocado por la curiosidad, busco la letra de la canción y una frase particular del estribillo llama mi atención: “Fumando mato mi sufrimiento dentro de mí/ Y es que ya nada quedará de nuestro amor / Sí quedo vivo me llevarán a prisión.” E ingenuamente me invento que la historia de tenista y cantante son la misma y que toma Águila en vez de fumar porque de alguien perdió el amor.

Pensando esas tonterías estaba cuando le entra una llamada al sujeto y este comienza a soltar cuantas mentiras le vienen a la cabeza: “Ya me voy a bajar ¿No ve? (Claro que no ve, le está hablando por teléfono)… Es que cogí el ocho ¿Sabe que es el ocho? (Estamos en una estación de la troncal el Dorado por donde no pasa ningún bus con el número ocho ¿Y por qué le grita?). Este para en todas y por eso me demoro (o sea que no estaba a punto se bajarse).”

Luego la conversación se desvía a otros temas, como si al emisor no le hubiera importado saber la ubicación, sino solamente informarle al sujeto algo sobre su ¿Hijo? ¿Sobrino? Porque este en breve le responde a quien le escucha “que si se lo van a llevar a piscina tienen que mejor dejarlo por allá, para que por la noche no le toque enfrentarse al frío y más bien llegue mañana a la casa con el calorcito guardado”. Luego cuelga sin despedirse y revisa la hora en el reloj, también negro, que le cuelga en la muñeca.

Espero, como un investigador barato, que se baje en una estación distinta a la que yo me dirijo, para seguirlo y tratar de averiguar algo más, pero llego a mi destino y el sujeto sigue allí apostado en la silla que lo conocí. Me bajo y me siento muy decepcionado, como si me hubiera perdido el resto de una telenovela, donde un instructor de tenis casado, cae en el vicio luego de que su amante, una señora acaudalada que le paga por darle clases de tenis a su hijo, ha decidido terminar su relación porque su marido está sospechando que algo raro pasa con “el profe”, porque su hijo no fue capaz de jugar un partido decente contra él en el club.

Pero supongo que nunca me enteraré y por siempre me preguntaré si acaso hoy “él se encuentra encerrado” y debo decir que su mujer “una ingrata” “ya no está a su lado” y que “ahora lo condena y no lo va a visitar”. Tomando y fumando un Pucho Loco en Bogotá.

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